El Secreto del Río

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El Secreto del Río

Por: Por José Manuel Fernández Argüelles

Alcanzó el centro del río con un respingo del cuerpo y de inmediato se hundió
con gesto de nadador hábil, allá donde el pozo. Desde la orilla, sus jóvenes amigos le
observaban con el embeleso de lo admirado. Niños, cada día menos, ante su héroe
apenas tres años mayor. Uno de los críos sostenía un reloj en la mano, y comenzó a
contar el tiempo en cuanto Juan desapareció, tragado por las aguas. Todos, unos en
silencio y otros en susurros, iban contando:

— Uno, dos, tres…

(En el Pozo no te bañes, hijo. Ahí todavía no. Decían siempre las madres de
aquellos niños que ahora bordeaban lo prohibido.

¿Por qué, mamá? Y la respuesta nunca llegaba, permanecía en el silencio de una
mirada perdida en el misterio).

Cuando ya se acercaba el tiempo a la dilatación de los tres minutos, algunos se
pusieron nerviosos, pues para ellos contener tanto tiempo la respiración se les hacía
imposible, pero hubo quien dijo:

— Juan aguanta eso y más; él puede.

A los cuatro minutos, casi todos estaban convencidos de que el muchacho
sumergido les había engañado como siempre tramaban los chicos mayores:

— Buceó hasta salir por donde no le viésemos; aparecerá detrás de nosotros,
seguro.

Y se giraron a ver si llegaba riéndose por la vereda; mas pronto volvieron su
mirada inquieta al agua tranquila. Juan no aparecía por ningún sitio, y ya habían pasado
cinco minutos. Lo anunció el del reloj:

— Ya van cinco; es mucho.

Bien sabían que nadie, ni Juan, soportaría tanto sin respirar, entonces uno de
ellos, Andrés, el más decidido, y con algo más edad que los sumisos, tomó la resolución
de ir a buscarlo al fondo. Se adentró en el agua, padeció un ligero estremecimiento,
quizá motivado por más que la frescura de la corriente, y después nadó hasta el centro
del arroyo, y con un giro del cuerpo se hundió como antes lo había hecho su amigo en el
pozo. Casi al mismo tiempo, o tan sólo un segundo después, coincidió la salida a flote
de Juan, unos metros más allá, con la boca muy abierta y tomando aire a bocanadas de
manera tan frenética como la de quien surge a la vida, aunque de cierta apariencia
teatral para un buen observador. Juan flotó inmóvil unos instantes, y después nadó hasta
la orilla, donde le esperaban los sorprendidos compañeros.

— ¿Cómo aguantaste tanto? ¿Cómo lo hiciste? – preguntaban todos.

El joven nadador callaba. Tan sólo se oía su respiración profunda, sentado al
borde del río mientras el resto lo circundaba. Cuando, tras un minuto, pudo articular
palabra, dijo sonriente y con mirada de dominio hacia sus admiradores:

— Pude haber resistido más. Fue fácil.

Entonces, alguien se acordó de Andrés, y todos volvieron la vista hacia las
aguas. No se le veía por ningún sitio. Ahora el temor era enorme.

— ¡Que Andrés no puede tanto! ¡No sabe! – gritó uno, como si los demás no lo
adivinaran.

Todos miraron a Juan, no buscando su asentimiento sobre la inferioridad del
otro, sino como posible salvador del hundido. Pero Juan no estaba nervioso ni
preocupado, más bien parecía disgustando, y se le notó en la voz enfadada al comentar:

— ¿Pero a qué tenía ese que ir?

Le rogaron salvarlo, pues habían transcurrido casi cinco minutos desde su
inmersión, y a no ser él, Juan, nadie podía soportar tanto tiempo bajo el agua, nadie se
atrevía a ir allí. Pero el afamado buceador no hizo ademán de introducirse en el río, al
contrario, se recostó con disgusto en la hierba y ordenó a todos silencio:

— ¡Callaos! Ya aparecerá -fue todo cuanto dijo.

En efecto, al pronto, transcurridos casi diez minutos desde la zambullida, salió
Andrés del fondo y, como su amigo, se mantuvo sobre las aguas mientras tomaba
aliento, aunque sin tantos ademanes. Enseguida llegó a nado hasta sus compañeros en la
orilla.

— ¡Qué bárbaro, eres mejor que Juan! -decían ellos.

Eso decían todos, todos menos Juan, quien parecía mirar con molestia al recién
llegado, y lo curioso es que también Andrés dirigía una mirada extraña a su amigo. El
círculo de camaradas no comprendió el lenguaje mudo de los ojos, y guardaron el
silencio de los infantes intuyendo alguna revelación sorprendente entre los dos
excelentes buceadores. Fue Andrés quien comenzó a hablar, pero desilusionó a todos, al
decir:

— Estaba caliente el agua, ¿verdad, Juan?

—Sí -contestó el otro con sequedad.

El secreto ahora les pertenecía a ambos. Y un secreto lo es porque no se cuenta
a nadie. Tampoco a las madres. Los asombrados espectadores descubrirán el misterio un
par de años más tarde. Cosas de la edad y no del agua. El agua en curso; metáfora de la
vida, le dicen. Llámalo río, llámalo sexo. Entiende esta mentira como disimulo hasta
que te hundas en él, niño. Alegoría.

(— ¿Dónde has estado, hijo?
— En el río, mamá

Y ella lo mira y comprende. Mentiras de la edad. Mentira del agua.
— Me estás engañando –dice ella
¿Te lo cuento como si fuese verdad, mamá? Me hundí en el río…).

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