Corriendo por la Bahía

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Corriendo por la Bahía

Por: David

No confío en que nadie crea el extraño suceso que me dispongo a relatar. Necio sería si lo esperara, cuando incluso mis propios sentidos rechazan la evidencia. Pero no estoy loco os lo puedo asegurar porque, a tenor de las pruebas tangibles y fehacientes, me consta que todo lo ocurrido no ha sido un sueño.

Corría tranquilamente por el sendero costero que rodea la bahía resoplando a causa del agotamiento y del calor sofocante propio de las tardes de verano. El bochorno hacía que la camiseta se me pegara al cuerpo, húmeda por el sudor como una segunda piel. De pronto oí una voz a mis espaldas:

— ¡Eh, detente! ¡No te vayas!

Sorprendido, frené la carrera para examinar de reojo a quien me reclamaba. A la sombra de una higuera silvestre y sentada sobre una peña, había una hermosa damisela con unos ojos verdes que enmarcaban un rostro celestial y unos cabellos rizados que le caían sobre los hombros como una cascada de oro. Demasiado abrumado para no decir ni pío, me limité a contemplarla en silencio. Nunca he creído en historias de fantasmas ni de aparecidos pero, por si acaso, no quería romper el hechizo. Por si fuera poco podía notar una descarga de adrenalina fluyendo por mis venas, aunque permanecía plantado como un pasmarote, soñando despierto.

— Ven, acércate y descansa un poco — añadió ella con una voz cálida y turbadora.

Poco a poco me aproximé a dicho primor, que se había resguardado a orillas del mar, deslumbrado tanto por su belleza como por el extraño atuendo que llevaba, es decir, una nívea túnica de lino bordada con símbolos clásicos de tonalidad celeste. Lucía además un lindo collar de perlas.

— Pareces un joven vivaracho y seguro que me puedes ayudar.

— ¿Qué te pasa? — me interesé al captar la desazón que desprendían sus palabras.

— Tengo un par de anzuelos clavados en las pantorrillas y sola no puedo librarme de ellos — me indicó con una mueca de dolor.

— ¿Estás de guasa?

— Ojalá fuera así. Me he enganchado en un palangre a la deriva y he nadado hasta la bahía en busca de un alma caritativa que me quiera socorrer.

— No serás un fantasma, ¿verdad? — alegué titubeando.

— Claro que no. Tú mismo puedes comprobarlo y de paso quitármelos.

Procuré extraerle los aguzados artilugios de pesca con sumo cuidado para no hacerle daño, sin poder evitar que un hilillo de sangre le brotara por la herida.

— ¡Válgame Dios! — exclamé aturdido por el batiburrillo de emociones.

Sus rasgados ojos verdes brillaban como rutilantes esmeraldas. Convencido de que me hallaba ante una criatura sobrenatural, osé preguntarle:

— ¿Eres real o fruto de mi desbocada fantasía?

— No seas majadero… Me llamo Roxana y soy una nereida.

— ¿Una nereida, dices?

— Sí, una ninfa marina casi humana, pero con “ciertas” peculiaridades — replicó Roxana con una voz increíblemente dulce—. Pocos son los afortunados que han podido ver o tener contacto con una de nosotras.

— Pensaba que ese tipo de personajes sólo eran un mito — aduje sin ánimos de caer en la frivolidad —. ¿De verdad eres de carne y hueso?

— Vale, puedes pellizcarme si no te lo crees — manifestó con una radiante sonrisa capaz de derretir el hielo del corazón más insensible.

— No es necesario. Ya he comprobado los efectos de los anzuelos en tu piel.

— Has tenido la bondad de liberarme, de modo que estoy en deuda contigo. Supón por un momento que tengo la facultad de concederte un deseo. ¿Qué me pedirías?

El corazón me latía con la fuerza de un tambor y noté que una agradable oleada de calor me recorría el cuerpo. Tuve que hacer un esfuerzo para disimular la calidez que me desquiciaba, pensar con lucidez y mostrarme impávido.

— ¿Lo dices en serio? ¿Cualquier cosa? — comenté embelesado.

— Prueba a pedir.

Como si fuera un cuento de hadas, tenía que decidirme pronto, porque la magia se desvanecería en cualquier instante. Por lo que acabé por confesarle el secreto que me corroía el alma.

— Tengo un hermano de ocho años que padece leucemia. Los médicos sólo le han dado unos meses de vida. ¿Puedes hacer algo por él?

— Me parece que poseo el remedio capaz de curar todas las enfermedades.

— ¿Incluso un caso de cáncer terminal?

— ¿Nunca te has parado a considerar que soñar es gratuito y que tal vez la diosa Fortuna te sonría?

— ¿La que tiene fama de caprichosa? — indagué frunciendo el ceño.

— Exacto. Todos los mortales tratan de conseguir sus favores. Aunque a veces el destino coge el atajo más inesperado y… venturoso.

Entonces buscó bajo la túnica y sacó un frasco con una poción ambarina. Al ver mi cara de incredulidad, Roxana aclaró a fin de infundirme esperanzas:

— Es ambrosía, la bebida de los dioses. Un elixir mágico que permite cruzar la frontera entre la vida y la muerte. Que tu hermano tome un sorbito cada noche. Sus efectos son asombrosos y pronto notará el cambio… ¿No quieres nada para ti?

— No es necesario. Ya tengo bastante. Lo que me has dado no tiene precio.

— Tu altruismo te hace merecedor de un obsequio muy especial porque eres un corredor que no busca el triunfo, sino que amas lo que haces y te esfuerzas en superarte.

La humildad y el escepticismo me obligaban a permanecer en silencio.

— Te ofreceré un objeto capaz de obrar prodigios difíciles de explicar — afirmó la nereida tan locuaz como risueña.

Acto seguido me entregó un medallón de oro macizo y gemas engastadas con un antiguo símbolo egipcio: el ankh, el jeroglífico conocido como «la clave de la vida».

— Pero tienes que hacerme el favor de guardar un secreto tan valioso y codiciado. Debes comprender que es necesario esconderlo a la ambición desmesurada de cierta gente. Sin embargo a ti te revelaré el secreto de su misterioso poder. Déjatelo siempre puesto, te sentirás rejuvenecido y pletórico de energía. De hecho, no volverás a sufrir síntomas de fatiga cuando corras.

— ¡Increíble! Reconozco que toparme contigo ha sido un auténtico placer.

— Saluda a la vida, amigo mío. La certidumbre de la muerte hace que la vida sea más hermosa. ¡Que los dioses te acompañen siempre!

— ¡Seas quien seas, hasta la vista! — me despedí de Roxana con melancolía.

Tras aquella alucinante experiencia, la ninfa marina se esfumó en las aguas de la bahía. Y yo volví a disfrutar de la caricia del sol y del aire perfumado por el aroma del romero, del tomillo y del sinfín de plantas aromáticas que crecen en los recovecos agrestes de la costa, donde sólo se escuchan los trinos de los pájaros. Entonces no pude evitar que un torrente de lágrimas de gozo y gratitud resbalara por mis mejillas.

Aquel insólito incidente lo cambió todo. Nunca más nada volvería a ser igual. Mi hermano recobró la salud de una forma milagrosa. Incluso los médicos se hacían cruces. Yo, por mi parte, dotado de una inexplicable capacidad de resistencia y sin notar muestras de agotamiento por más que apresurara la zancada, empecé a ganar las carreras populares de la comarca.

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